La Habana – 5 diciembre 2003
Este artículo de opinión no contiene opinión. Es una declaración de amor y una crónica culinaria de mi última y reciente estadía en La Ciudad de La Habana: la que probablemente será, en un día no muy lejano, la ciudad más bella del mundo. La gastronomía habanera, sin embargo, es inexistente: quedan retazos de lujosos restaurantes, hoy decadentes, donde aún mandan el cóctel de mariscos, el tournedo Rossini o langosta Thermidor y la escasez de mercados, tarimas y timbirichis donde vende el guajiro sus productos del campo, pone la cosa peor. El buen gastronómada y el impenitente disfrutón siempre sabe resolver, darle taller a los problemas y hacer uso de sus tres <<h>>: bista, balor y buevos, muchos buevos, de tal forma que ese inquietante inicio se transforme en tremenda gosadera culinaria. ¿Es esto posible? Sí. Esta ciudad, religiosa y santera, hace por debajo de la pata el milagro de convertir panes y pececillos en inolvidables experiencias sensoriales. Créanme, y si no, vayan. Por si lo hacen, les recomiendo: mojito mañanero en el Dos Hermanos con Manjúas fritas; otro mojito en el O’Reylli con papitas fritas; chicharritas de Malanga; langosta cruda o grillada en el Tocororo mientras escuchan buen jazz; filetitos de guarro con miel o rabo encendido en La Finca, para mí el mejor restaurante de la ciudad; puerco asado y, si tiene usted las tres «b», agénciese de estrangis un buen cacho de caguama/tortuga, corte un grueso filetón y grillelo como si de res/buey se tratara; y no se olvide de regar todo ello con bucaneros, daiquiris y ron, oká? No esperen a que se produzcan allá ambas restauraciones, la urbanística y la gastronómica, que nacer en La Habana es una fiesta innombrable y nosotros, los habaneros, como ya saben, nacemos donde queremos: ¡Que rico, papito!