nuestra restauración y sus labs no han parado de modificar las cualidades biológicas y organolépticas de los productos

Cocina Trans…génica

Si fuera cierto -y lo es- que la alta cocina del siglo XXI imita a la creatividad artística sobre la base de una avanzada y depurada técnica aplicada a la historia culinaria, en breve nos estaremos desayunando con platos de cocina transgénica.

Y digo esto porque el arte transgénico es ya una realidad con la que diversos artistas como Eduardo Kac vienen experimentando mediante la inserción de genes extraños -virus, bacterias,…- en animales mediante las más modernas técnicas biotecnológicas de laboratorio. Véase por ejemplo, su famosa conejita luminiscente por razón de la inserción en su ADN de un dispar material genético de medusa.

Además, es evidente que a nadie sorprende ya la existencia de los vegetales transgénicos que el mundo produce -y consume- a espuertas. Con cuanto de polémica este tema conlleva.

Por otra parte, qué es la historia de la cocina sino un continuo progreso tecnológico en sus métodos basados en el desarrollo evolutivo de los ingredientes que hemos venido produciendo, criando y comiendo. Es patente que ni la fresa, el pollo, el maíz, la alubia de Tolosa o el rodaballo se parecen, como un huevo a una castaña, a sus originales. El cultivo selectivo vegetal y la crianza selectiva animal es el método ya ancestral de mejorar artificialmente los alimentos por mediación de la ingeniería genética y la reproducción controlada en su historia evolutiva. Coincidiendo así con  lo que Marta Menezes ha bautizado, bella y acertadamente en mi opinión, como “nuevo natural”.

En lo que respecta a la cocina, es obvio que su evolución histórica no es sino consecuencia de la pura y dura manipulación orgánica y la constante alteración de todo producto: de sus esencias, estados, formas, coloraciones y texturas, siempre mediante artificio por aplicación de la técnica y la imaginación. Cocinar es transformar…científicamente.

España ha sido pionera, rompedora y vanguardista en cocina y nuestros cocineros, desde la irrupción revolucionaria de Adriá/El Bullí y el enorme “salto” evolutivo y conceptual que conllevó -sí, hay que seguir repitiéndolo-, vienen desarrollando este juego creativo. Desde entonces, nuestra restauración y sus labs no han parado de modificar las cualidades biológicas y organolépticas de los productos, persiguiendo nuevas metas y traspasando los límites con los que, aparentemente, la naturaleza nos constriñe. Y creo a pie juntillas que con ello se ha contribuido a mejorar el bienestar humano.

Está claro que de aquellos desarrollos biológicos, la selección de sementales o semillas, la aceleración del crecimiento, etc, a las modificaciones genéticas de OMG (GMO en inglés) -Organismos Modificados Genéticamente- vía la “creación” de nuevas especies híbridas por introducción de fragmentos específicos de ADN que no son propios de su genoma; de allí aquí, decíamos, hay otro gran salto ahíto de controversias y polémicas éticas y de todos los colores.

Pero no puedo dejar de pensar en coloridos camarones  luminiscentes saltando a coletazo vivo sobre la gaditana tortillita de Aponiente. Y eso me pone mucho. 

Se acabaron los “mar&montaña”, se inocula en el pollo del Prat el gen langosta de Rosas y vamos que nos vamos de rositas: dos en uno. Y esto no me pone nada.

Hace años ya se autorizaron los fluorescentes Glofish que se pueden ver en las peceras americanas, así que habrá que estar al loro, al pez-loro, diría yo, porque terminarán hablando.

¿No cabe tomar el uso del transgen como una técnica más avanzada, como un ‘simple’ paso más en nuestra evolución biogastronómica? ¿Dónde está el límite? ¿Jugamos a ser dioses?

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