El egotismo -el burro delante pa que no se espante- se ha apoderado de todos nosotros, de toda persona. Mientras más humana más poseída de este hablar sin parar de contar primero y principalmente nuestra propia película. Somos biopics de nosotros mismos.

Yo, mí, me, conmigo

El egotismo -el burro delante pa que no se espante- se ha apoderado de todos nosotros, de toda persona. Mientras más humana más poseída de este hablar sin parar de contar primero y principalmente nuestra propia película. Somos biopics de nosotros mismos. 

Y no solo de cara al show business público, sino también en el ámbito privado. A nadie se le cae el yo de la boca: yo, mí, me, conmigo. En la fantasía de la propia importancia. Precisamente en eso consiste la manía egotista: en hablar siempre -o casi- de uno mismo y su mecanismo, y regocijarse en ello con escasa capacidad para levantar la vista de nuestro ombligo.

Este defectillo histriónico se evidencia sobremanera en lo que se refiere a famosos y famosillos de todo mundillo, incluido el gastró. Mi sensación es que creen estar gestionando, así se dice ahora, de puta madre esa fama en la forma práctica y marketiniana que impone la vida actual, pero, en mi opinión, la mayoría de veces, su expresión y comportamiento es  simplón y cateto, falto de perspectiva y trascendencia, que cae en una repetición sin fin típica del síndrome del futbolista, léase, hoy, del cocinero parlanchín.

Poco se puede decir cuando todo ese parloteo queda en el ámbito privado pues todo queda en casa y en ella allá cada cual; pero no es así cuando, invadiendo el lugar común, se les pone en el disparadero que supone un micrófono en la mano y una cautiva y acrítica audiencia por delante. Entonces, amigos, creo que mejor sería dejar de enaltecer las propias experiencias vitales y tener algo más de comedimiento y humilde pudor. 

En los medios y eventos, y hoy todo transcurre en ellos, oímos y vemos que, por mucho que el tema propuesto y anunciado sea de cierto interés, los intervinientes terminan casi siempre hablando del caso particular, de la propia vida del parlante, que se pierde en simples anécdotas personales del patio de su casa/resta que, aunque sea particular, se moja como todos los demás. Poco se eleva sobre estas anécdotas, haciéndolas no solo prescindibles, sino innecesarias y aburridas. Muy aburridas. Para mí lo son.

No digamos ya cuando esos espiches derivan en sentimentalismo barato de lágrima fácil. Es entonces cuando los sensibleros oyentes saltan de sus asientos y, exaltados, se ponen a aplaudir como posesos. 

Eso me hace pensar que vuelvo a estar fuera de juego -ooootra vez- y sentir que el cateto ignorante soy yo. Seguro que lo soy. Segurísimo. 

“Pues cállate hombre, que calladito estás más guapo”, concluye el lector.

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