Ricard Camarena. Deseo, placer y templanza.
[vc_row][vc_column][vc_column_text]La templanza está instalada en las mientes y en las cocinas de Ricard Camarena. En ellas guarda a buen recaudo su poderío gastró; en ellas, también, templa sus infiernos, esos de los que nadie salvo Carmen y él mismo saben. Allí lo adespensa todo y de todo; allí, día tras día, año tras año, ha forjado su carácter, su ser de cocinero. Allí, en ellas, empezó, tiempo atrás, a preguntarse por la esencia: “¿cómo narices se llega a la excelencia culinaria? ¿cómo cojones hago, me hago, para conseguirla?”. Callada por auto-respuesta. Contestar a estas preguntas no iba a ser tan fácil como echar a freír un huevo. “Mientras llegan esas respuestas, si es que alguna vez lo hacen, me dedicaré a freírlos mejor que nadie y hacer de ello mi empresa, porque más claro que sus claras tengo que este es mi camino, el camino de mí restauración: currar, aprender, indagar y emprender. Y dejar fluir”. Y así, partiendo de la fuerza de la costumbre, desde entonces, como dice la canción, su vida y su lumbre, fue amorterando su personalidad, cuajando ese buscado carácter de buen cocinero y empresario, porque éste y la mejor disposición emergen de la constancia de la reiteración; son, como decía Aristóteles, una especie de “costumbre larga”.
Adquirimos, decía, las mejores disposiciones habituales habiéndolas puesto anteriormente en acto “pues aquellas cosas que es preciso aprender antes de ejecutarlas, esas mismas las aprendemos ejecutándolas”. Y este buen hombre no decía perogrulladas. Así pues siguiendo al maestro, mutatis mutandi, podemos concluir: los cocineros llegan a ser cocinando … que es gerundio.[/vc_column_text][vc_single_image image=»7076″ img_size=»full»][vc_column_text]Nadie puede llegar a ser bueno si no busca la excelencia ética, nadie llegará a ser buen cocinero si no busca la excelencia culinaria. Solo, ciertamente, se será un buen cocinero bueno si se persiguen, alcanzan y aúnan ambas excelencias. Esa es la vía más humanamente deseable, esa es la cocina humanista que está por llegar. Ricard está en ello, en la senda del comportamiento excelente. Me lo dice mi paladar psicológico y mi olfato de viejo comensal. “El que quiera saber que se compre un viejo”, reza crudamente el refrán. En venta estoy.
Y es que la excelencia, según mi yo gastrónomo y aristotélico, está y se encuentra, como en casi todo, en la medianía. Y se evapora y reduce en los extremos, de los que hay que apartarse si se desea alcanzar esa bondad culinaria. Preservarla depende de la aptitud y actitud de cada cocinero.
En Ricard, en mi opinión, confluyen estas cualidades porque posee y aplica, como he escrito al inicio, el raro privilegio de La Templanza que proviene de la prudencia y la razón y que es sinónimo de la bonhomía.[/vc_column_text][vc_single_image image=»7077″ img_size=»full»][vc_column_text]Esa virtud, a mi parecer y padecer, está en el equilibrio del punto medio, en la renuncia y apartamiento de lo extremado y de la exageración, tanto por exceso como por defecto; causa de los más graves y sonados accidentes de la restauración. Al igual que inclinamos el cuerpo hacia el lado contrario al que caemos para no hacerlo, así debe el chef forzar su cocinación hacia el sentido opuesto al libertinaje, la rienda suelta y el descontrol, homónimos de alto riesgo, ida de olla y, probablemente, de fracaso.
Si una disciplina hay requerida de templanza y equilibrio, esa es la gastronomía, que la exige a ambos lados de la barra y el pase; a cocinero y comensal, a cocina y sala. La comida y la bebida se mueven en el ámbito del deseo y éste se desborda con facilidad. El comensal quiere más y mejor, siempre, y eso no es ni mucho menos reprobable. Se trata de buscar los contrapuntos y hacerlos coincidir.
Haría bien el cliente del Caso Camarena en tratar de buscar esa coincidencia de puntos entre el propio y el de aquél, dejándose guiar para poder conocer su visión y sus maneras, su gusto, es decir, su cocina en su punto. Esta predisposición, este “dejarse de ir”, esta docilidad le permitirá acceder a la comprensión de cocinero y cocina y saber si converge o diverge de tal interpretación y, en suma, si le es placentera o, por el contrario, le disgusta o la reprueba.
Podrá así ese comensal apasionado acceder a aquello que más felicidad añadida puede facilitarle: el contemplarse haciendo buen uso de sus propias capacidades sensitivas e intelectuales para alcanzar la sapiencia culinaria que le permita opinar&juzgar con fundamento. Aunque no sea ésta fácil tarea: la ponderación y la imparcialidad se venden caras.
Alcanzar el punto medio de los placeres de mesa, éste es el fin. No dejarse arrastrar por el apetito consabido, no prejuzgar, no empecinarse en la persecución del gusto propio, de lo que ya sé que sé y sé a lo que sabe. El conservata instinto humano suele inclinar hacia ello, pero, si queremos ahondar en nuestra sapiencia, mejor será abrir nuestro apetito a otros placeres que, quien está más en ello porque ejerce su profesión al cocinar, quiere mostrarnos y darnos a conocer. Por eso monta su propio restaurante y nos abre su paladar, por eso precisamente vamos a comer a él, a saber de él. Dejémosle, entonces, que Ricard nos muestre la sincera personalidad de su cocina.[/vc_column_text][vc_single_image image=»7078″ img_size=»full»][vc_column_text]
Una cocina de búsqueda. Que pretende e indaga en sabores que fluyan novedosos, no porque no conozcamos los productos, no porque no sean propios de nuestra cultura, ni porque no estén alhacenados en nuestra memoria gustativa, sino porque al acercarse a ellos de distinta manera y diferente sensibilidad, con gran pericia y amplitud de mente, concluye y nos los presenta alterados, bajo otro prisma sápido e incluso otra conformación.
Por esto, al ser servida, su cocina aparece cómoda, asequible, confortable si me apuran, en su apariencia visual, pero conduce al ser probada al sobresalto: ¡lechuga! ¿Qué ha pasado aquí? Esto no sabe cómo parecía que iba a saber. Ahí comienza su bendita complejidad. Y su largor.
Sus intereses se centran en y se enfocan hacia sus preferencias gustativas, es decir, a lo que a él le gusta comer, lo que le pone y divierte, lo que conoce hasta la saciedad y lleva hasta el límite. Lo que quiere mostrarnos para nuestro asombro. Porque sí, ese es exactamente el calificativo adecuado al resultado: asombroso. Como también lo es la resolución vínica que David aplica con acierto pleno y criterio propio a cada plato o tanda de ellos, un valor sumatorio de indudable importancia en el asombrario que es el menú actual y que, aunque fuere a su pesar, no debe pasar desapercibido.
El encuentro y trato de los caldos, cremas, salsas y demás untuosidades esenciales, concentrados y emulsiones es de tal hondura supra gustativa que trae y revela ideas creativas que son adelantadas, aún no presentadas ni presentidas por el coetáneo cocinar. Lo que le distingue y revaloriza en la liga de los cocineros extra-ordinarios!
En las temperaturas opta por lo templado, huye cual gato escaldado de las calenturas matapaladares, de las quemazones revientasabores y cuida de su atemperada armonía entre sólidos y líquidos, como se pone de manifiesto en sus ya famosas verduras de otoño con consomé de vaca al amontillado que en el momento preciso y con delicadeza y franca sonrisa, Alba, deposita ante uno.
En las texturas está a las duras y a las maduras, juega con ellas, entre todas ellas, para continuar en la mediana sensatez que busca proporcionar a sus platos, según queda reflejado en casi todos los pases, alcanzando notoriedad palpable en el arroz, la pescadilla y la liebre o las citadas verduras.
En sus creaciones más rompedoras, como en esta ocasión, a mi corto entender, era el escabeche de zanahoria con crema de hueva de salmón, yogurt, jugo de coco y cominos, lo que busca y consigue es que prime el conjunto, la conjunción del todo sin que prevalezca ni destaque ninguno de los componentes, dando como resultado una comida nueva, un sabor antes inexistente que in-nova y trasciende a esos ingredientes, con-jugándolos hasta su consonancia plena. Es la sutileza del milagro de la transformación. “Sí, como pasa cuando pruebas una cucharada de buena paella”, el todo no es la mera suma de las partes.
Ésta es mi teoría de la templanza y del término medio que creo encaja en la semblanza de la cocina de Ricard como horchata de galanga a la ostra valenciana: original y creativa, personal e intransferible, grata y única inter pares, currada y técnica, capaz de templar toda gaita culinaria hasta el extremo de domesticar el rebelde sabor de los alcahuciles: el domador de alcachofas. Porque no hay en ella ni un ápice de mediocridad o inestabilidad y sí un mucho de sinceridad. Ricard no quiere ni tiene por qué mentir a un comensal al que da ternura por encima de su honestidad. Pura y tierna, excelsa templanza.
Carrer del Doctor Sumsi 4, Valencia
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