Puertas al campo
Somos ciudadanos del siglo XXI tecnoultraposmodernos que vivimos en ciudades tecnoultraposmodernas, pero seguimos siendo animales que necesitan comer todos los días. ¿Podremos seguir haciéndolo tranquilamente?
El poder corrompe, por eso algo huele a podrido en el oligopolio de alimentación mundial donde un puñado de grandísimas corporaciones oligarcas manejan a su antojo los mercados de las mercaderías de primera -y última- necesidad.
Jamás en la historia del hambre -o de la saciedad- humanas hubo tan pocos individuos que manipularan a tantos millones. Campan a sus anchas sin que gobiernos ni ejercitos, ni faos ni onus, ni cárteles ni terroristas, sean capaces de meterlos en cintura. Ellos son los que finalmente consiguieron ponerle puertas al campo.
Respecto de los monstruosos mercados mundiales, estamos más que acostumbrados a lidiar con aberraciones tales como los de las armas y las drogas, incluso con el de su cercano pariente de los fármacos, a los que vilipendiamos dando por asumidas su barbarie criminal y su falta de escrúpulos. Sin embargo, en lo que concierne a la industria alimentaria y su distribución secuestrada -aún salvando distancias- nos mantenemos ajenos pasando absolutamente del tema. Ni queremos darnos cuenta, ni nos alarmarnos, ni denunciamos su inmoralidad ni su abuso de posición dominante. Sin embargo, es éste un asunto de tal importancia que nos afecta como humanidad en su conjunto porque de ello depende la vida de millones de personas del tercer mundo que siguen muriendo de hambre y pueden también de ello depender nuestras opíparas vidas del “mundo rico”. Les aseguro que no exagero ni un pelo.
Basta con que el aleteo de una mariposa-guerrera se produzca aquí o allá, en Ucrania u Oriente Medio, para que los transportes mundiales peligren y la tremenda dependencia que Occidente tiene de los alimentos ajenos/foráneos se haga evidente y el suministro de mercancías consideradas de primera necesidad como cereales, leche, carne, huevos, azúcar o el amargo triángulo del café, el té o el cacao, quede desabastecido y dé al traste con nuestra acomodada supervivencia. ¡Tragedia!
Ejemplos como este hacen patente y patética nuestra falta de autonomía y de autosuficiencia para cubrir nuestro propio consumo. Aún siendo conscientes del riesgo que suponía, así lo establecieron las políticas de nuestros gobiernos; ahora, incapaces de dar marcha atrás o de cambiar el rumbo, se hace imposible asegurar el autoabastecimiento de nuestros territorios. Esos que, en consecuencia, se han ido vaciando de agricultores, ganaderos o pequeños productores hoy en vía de desaparición. ¿Quién entonces, cuando llegue la hambruna, nos salvará tanto el pellejo como la carne que recubren incluida la de nuestro plano y blanco culo?
No es un problema fácil de resolver ni mucho menos, pero no es sensato ni bueno que sigamos estando a por uvas como pazguatos que no se quieren enterar que existe una élite empresarial tan poderosísima y falta de ética -“la mano invisible”- que rige nuestro destino omnívoro; que dicta las leyes que conciernen a su industria y distribución alimentaria; que ha impuesto sus reglas a las también poderosas cadenas de supermercados, cuando no las han absorbido; que pone los precios a la comida; que nos impone lo que hemos de comer y que subrepticiamente crea nuestros hábitos de consumo con el apoyo de tan desmesurado capital que hace que ni la banca les tosa. Ellos son los que mandan en nuestra hambre.
A ésto llamamos “libre comercio”, y ¡un huevo!
*Con una pequeña ayuda de mi amiga Carolyn Steel y su libro “Ciudades hambrientas”.