El olor a tierra conecta nuestros sentidos y sentimientos con Ella. Es un aroma tántrico de pertenencia corporal y conexión espiritual. Es pura magia.
Pero y su sabor ¿qué efecto produce el sabor a tierra en nosotros?
Primeramente, en realidad, la sola idea de comernos un puñado de tierra nos produce rechazo, sequedad y ahogo. Además de estreñimiento y males intestinales. No le hacemos más que ascos.
Y es que parece ser que la tierra no está hecha para ser comida. No es comida. Tampoco el agua de mar es bebida. No está hecha para ser bebida. Ninguno de los cuatro elementos nos alimenta, aunque sean fundamentales para nuestra alimentación.
¿Cómo es así, por qué es así, qué coño pasa con esto? ¡Cuán extraño que la madre de los alimentos terrenales no sea comestible! La pacha mama no se deja comer. De entre todas las criaturas de la tierra, solo es dieta de los lumbrícidos. Ella nos lo da todo: tomad y comed todos de lo que os doy, pero de mí misma ni mijita. Ella se mantiene lejos del alcance de nuestra gula y hambre, también de nuestro deseo, solo los niños tienden, por algo será, a llevársela a la boca ante la ferrea oposición paterna: ”¡tsstttt, eso no se come!” se les grita al tiempo que se les da un cachete en la mano. ¿Prohibición/castigo supraterrenal o desconfianza plena de la Madre Naturaleza/Tierra en el ser humano?
Los más de sus hijos bien criados, al ser comidos -no olidos, si eso fuera posible-, ni siquiera nos la recuerdan, ni las papas, aunque tubérculos soterrados fueren. Afortunadamente, algunos como la remolacha o la trufa la llevan en sus entrañas; otros como las setas y los hongos se revisten de ella;; hay lechugas que, aún ya limpias de tierra, siguen guardando su alma; hay vinos de uva y viña que la llevan en la sangre; hay aceites de oliva que chorrean su terrosidad; hay aguas del grifo tras una tormenta/riada que transmiten su más directa sapiencia.
Pero, a la postre, escasas son sus huellas sápidas frente a su omnipresencia, y hueras sus sabrosuras ante la contundencia de su inmanencia.
Salvo algunos arrieros andinos de llamas y camélidos que aún se nutren esporádicamente de ancestrales tierras calizas comestibles, los humanos no somos geófagos. ¡Qué se le va a hacer! Cargamos con la soberbia de su desprecio alimentario. En español, comer tierra es una expresión de derrota y humillación. Pero yo creo que la añoramos hasta tal extremo que nos hemos inventado la fórmula de la terrificación de alimentos mediante la maltodextrina para darles apariencia terrosa aunque sepan a otra cosa.
Menos mal que aún y afortunadamente, nos queda la alta cocina, que, planteándose estas preguntas desde tiempo atrás, ha conseguido valiosos resultados que nos han permitido saborear la tierra. Léase la destilación de tierra llevada a cabo en 2005 por El Celler de Can Roca para, por ejemplo, acompasar las ostras o la remolacha a la brasa con jugo de cardo de El Invernadero. Véase la sopa de tierra del Rte Ne Quittez Pas o la sopa de lluvia del Rte Barro. Y, por ende, la muy ancestral pero mejorada técnica de la cocción en barro que deja transustanciar su esencia a los alimentos así cocinados. Añádase los platos de suelos de bosques otoñales de Mugaritz o Echaurren y completaremos un gran menú al que llamar “Tierra Cómeme”.
Para estas virguerías tan trascendentales está la alta cocina a la que en tan alto aprecio tengo; para que podamos, por ejemplo, saborear ese imborrable aroma que la tierra mojada deja en todo ser humano que se precie de serlo.
Abróchense los cinturones que por narices y bocas todos terminaremos tomando tierra a tutiplén. De eso sí que no cabe duda.